En la terraza tengo un naranjo, un pequeño árbol que planté hace muchos años para disfrutar del aroma de sus flores en primavera. Pero lo mejor del naranjo es que además del perfume del azahar, cuando llega el invierno nos regala sus deliciosos frutos.
Mi naranjo es de la variedad Navelate, en este caso tenemos la fortuna de disponer (al menos en mi región) de plantas debidamente identificadas. No es de extrañar, teniendo en cuenta la gran cantidad de naranjos que se cultivan en la geografía valenciana. La Navelate es una variedad de naranja tardía (no la que más, que las hay que se recogen a partir de mayo) y aunque las naranjas ya tienen un color atractivo a principios de noviembre, no es hasta pasado diciembre cuando están en su punto ideal de maduración.
De modo que por estas fechas comenzamos a disfrutar del zumo de nuestras naranjas. Poquitos, porque no sabemos cuidar el árbol para que la producción sea grande, pero deliciosos. De hecho, el año 2013 lo podé y la poda debió ser tan mala malísima, que en 2014 sólo llegó a madurar una naranja. Lo reconozco, lo hice con el árbol comenzando a florecer y cortando las ramas que estéticamente me molestaban.
Pero este año pasado no lo toqué y ahora tenemos una buena cosecha, más por lo dulce de las naranjas que por la cantidad.
Nunca me arrepentiré de haber plantado este arbolito en mi terraza (de hecho está ahí antes que el pavimento), en primavera se llena de azahar y es un placer sentarse cerca de él, en verano ya comienzas a distinguir pequeñas bolas verdes que se harán naranjas, en otoño comienza la coloración anaranjada y en invierno disfrutas de la fruta. ¿Se le puede pedir más a una planta?
Estos días y hasta que se acabe nuestra particular cosecha, los desayunos van acompañados del zumo de nuestras propias naranjas, siempre recién cogidas.